viernes, 18 de marzo de 2011

Cartas Anónimas / Alan Rojas Ramírez


I

Despertó con la convicción de que no volvería a saber de ella. Se lo decía la tenue luz que escurría por su ventana, el patético canto de los pájaros y su agitada respiración.

No lloró, no esta vez… prefirió tragarse la amarga saliva y las flemas cigarreras.
No llamó, no esta vez… prefirió encender otro cigarrillo y caminar soezmente por la habitación.

Con la espalda encorvada y los ojos idos, ejecutó la danza de los despechados. Cada recuerdo materializado fue cayendo en la enorme caja blanca: las cartas, el oso de peluche y la sexy tanga negra; la chamarra que le regaló en navidad, los zapatos que nunca utilizó y, por su puesto, el álbum que juntos adornaron; los discos de música, la novela de Arthur Golden… y lo demás también. No se detenía en ver aquellos objetos, sólo los arrojaba con furia intempestiva al sarcófago.

Tan pronto consiguió purgar su morada, tomó la pesada caja y, subiéndose al carro, se fue sin rumbo fijo.
Habrá manejado cinco horas antes de encontrar el lugar: un sombrío parque carcomido por la desolación. Sólo brillaba una fogata, como pequeña luciérnaga perdida en el desierto; lugar donde el lumpenproletariado se abrigaba del frío. Sin pensarlo, se dirigió hacia ellos. No le importó el crujir de las mandíbulas de aquella paria. No le importó nada, sólo se acercó y tirando la caja, dijo: “Tomar lo que les apetezca. Lo que no sirva, que bien logre alimentar su fuego”. Y realizando un gesto tajante, una mueca desabrida, se despidió de ellos. No fue hasta que prendió de nuevo el carro, que logró llorar… y su lamento se mezcló con el ronroneo del motor.

II

Los vagabundos se abalanzaron sobre la blanca y arrugada caja. Se manoteaban y codeaban, e incluso comenzaron los golpes por la chamarra.

-Aún apesta- dijo uno de ellos al frotar en su nariz la tanga negra.

-Oh, sí que apesta- replicó otro mientras le arrebataba la prenda.

-Sss, estaba chula la condenada- dijo aquél pasando las fotos a sus compinches.

Sólo un viejo, de saco roído y pútrida imagen, esperó a que todos volvieran a su inerte estado: gárgolas idiotizadas por el danzar del fuego. Tomó la caja con sumo sigilo. Sonrió al ver que a él le había tocado lo mejor: las cartas. Las ordenó cronológicamente, para después leerlas una a una; con la intención de recrear toda una vida y, con ello, la muerte entera.

Llevaba a todos lados los vestigios de aquel amor, ruinas entintadas. A veces, a penas terminaba de limosnear en algún crucero, se compraba una cajetilla de cigarros y las volvía a releer; cada vez intentando descubrir algo nuevo: “Las palabras no pueden expresar lo que tus besos sí consiguen”, “te regalo mis ojos, para que veas lo hermoso que eres”, “No lloro porque me hayan lastimado tus palabras, sino por el amargo deseo de nunca haberte conocido”. ¡No! Creo que no quería descubrir algo nuevo, sino era el hecho de saber si lo había leído bien, pues a veces parecía otro idioma: msj, bn, k, XD, pro, tkmmmm. En fin.

III


Un día, cuando el viejo descifró y memorizó cada una de las cartas, se le ocurrió una idea. Prendió un cigarro y, en un acto vandálico, borró el nombre del destinatario y la firma del remitente. Las convirtió en anónimas; liberadas de toda responsabilidad con la historia.

En su andar, pasado un tiempo, descubrió un triste barrio de clase media. Nadie se saludaba. Todos eran perfectos desconocidos, e incluso indiferentes con el entorno en que habitaban; gran ejemplo era el pequeño jardín céntrico, cuyas enredaderas arropaban árboles y escondían nidos de ratas. Incluso carecía de comercios; el más cercano estaba a veinte minutos caminando.

Una madrugada, el viejo vagabundo de saco roído, depositó en los buzones y pórticos las sesenta y cinco cartas. Ni él sabía lo que deseaba con semejante acto, sólo se vio impulsado por una extraña fuerza. Ellos lo necesitan más, pensó, que buen provecho les haga.

Regresó a las tres semanas y dio cuenta de que la gente se saludaba arrojándose, como sablazos, algún piropo: “Hola vecino, esa camisa le sienta bien”, “¿Quiere que le ayude con la bolsa Lucero? No podemos dejar que se lastime esas hermosas manos”, “Ay vecinito, disculpe si lo molesto pero no tendrá un poco de azúcar que me regale”. Hasta la calle olía diferente, como perfumada: mezcla homogénea de la esencia de cada uno de los colonos que, por cierto, armonizaba perfectamente.

El anciano no estaba seguro de que fuera por obra de las cartas, hasta entrada la media noche. Descubrió que, bajo el cobijo de la luna, una nueva y extraña costumbre había despertado en aquel barrio: la gente salía a caminar con un sobre entre las manos.
FIN.
epílogo
ahora el tipo del sarcófago escribe cuentos jaja

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